Hace unos días, un colega en mi trabajo en Escuelas de Innovación, me comentó que estaba leyendo un libro, que recomiendo: El quark y el jaguar: aventuras en lo simple y lo complejo (1), un ensayo del Premio Nobel de Física Murray Gell-Mann en el que el autor reflexiona acerca del pensamiento en la complejidad.
En el libro el autor cita una historia escrita por un profesor de física de la Universidad de Washington en St. Louis, el Dr. Alexander Calandra, que si bien no tiene relación directa con las tecnologías en educación, abre luz sobre algún aspecto del que llamamos -al menos por ahora- nuevo paradigma educativo, les dejo la historia textual:
Hace algún tiempo recibí una llamada de un colega para preguntarme si quería hacer de árbitro en la calificación de una pregunta de examen. Por lo visto a un estudiante se le había puesto un cero por su respuesta a una cuestión de física, mientras que él reclamaba que merecía la nota máxima y que se la habrían dado si no fuera porque el sistema siempre va en contra del alumno. Estudiante y profesor acordaron someter el asunto a un árbitro imparcial, y yo había sido el elegido.
Fui al despacho de mi colega y leí la pregunta en cuestión, que decía así: «Mostrar cómo se puede determinar la altura de un edificio elevado con la ayuda de un barómetro».
La respuesta del estudiante era: «Se toma el barómetro en lo alto del edificio, se le ata una cuerda larga, se baja el barómetro hasta el suelo y después se vuelve a subir midiendo la longitud de cuerda que hubo que soltar. Esta longitud es la altura del edificio».
Era una respuesta en verdad interesante, pero ¿había que aprobar a su autor?
Por mi parte señalé que el estudiante merecía sin duda la nota máxima, pues había contestado la cuestión completa y correctamente. Por otro lado, si se le daba la nota máxima, esto podía contribuir a que el estudiante aprobara el curso de física. Un aprobado se supone que certifica que el estudiante sabe algo de física, pero la respuesta a la pregunta no lo confirmaba. Con esto en mente, sugerí darle al estudiante otra oportunidad para responder la cuestión. No me sorprendió que mi colega profesor estuviera de acuerdo, pero sí que lo estuviera también el alumno.
En virtud del acuerdo, le concedí al estudiante seis minutos para responder, con la advertencia de que la respuesta debería denotar algún conocimiento de física. Al cabo de cinco minutos todavía no había escrito nada. Le pregunté si quería dejarlo, pues tenía que
hacerme cargo de otra clase, pero dijo que no, que tenía muchas respuestas en mente, sólo estaba pensando cuál era la mejor. Me disculpé por interrumpirle y le rogué que continuara.
En el minuto que quedaba escribió rápidamente la respuesta, que era ésta: «Se toma el barómetro en lo alto del edificio y se apoya en el borde del techo. Se deja caer, midiendo lo que tarda en llegar al suelo con un cronómetro. Después, empleando la fórmula S = l/2gt [distancia recorrida en la caída igual a una mitad de la aceleración de la gravedad por el tiempo transcurrido al cuadrado], se calcula la altura del edificio».
En este punto pregunté a mi colega si se daba por vencido. El asintió y le puse al estudiante un notable.
Cuando mi colega se fue, recordé que el estudiante había dicho que tenía otras respuestas al problema y le pregunté cuáles eran. «Oh, sí», dijo él. «Hay muchas maneras de averiguar la altura de un edificio grande con la ayuda de un barómetro. Por ejemplo, se puede coger el barómetro en un día soleado, medir la altura del barómetro y la longitud de su sombra y después la longitud de la sombra del edificio, y por medio de una proporción simple se determina la altura del edificio». «Muy bien», dije. «¿Y las otras?» «Sí», dijo el estudiante. «Hay una medición muy básica que le gustará. Se coge el barómetro y se comienza a subir las escaleras. A medida que se sube, se marca la longitud del barómetro y esto nos dará la altura del edificio en unidades barométricas. Un método muy directo» Naturalmente, si prefiere un método más sofisticado, puede atar el barómetro al final de una cuerda, hacerlo oscilar como un péndulo y determinar el valor de g [la aceleración de la gravedad] a la altura de la calle y en lo alto del edificio. A partir de la diferencia entre los dos valores de g se puede calcular en principio la altura del edificio. Finalmente, concluyó: «Si no me tuviera que limitar a las soluciones físicas del problema, hay muchas otras, como por ejemplo coger el barómetro por la base y golpear en la puerta del portero Cuando éste conteste, se le dice lo siguiente: »Querido señor portero, aquí tengo un barómetro de muy buena calidad. Si me dice la altura de este edificio, se lo regalo»
Entre la certificación de conocimientos y el pensamiento complejo.
El dilema que convocó a Calandra a ejercer su rol de árbitro es claro: ¿un alumno debería ser aprobado si su respuesta es correcta pero no demuestra explícitamente conocimientos en determinada asignatura?
Es cierto que cuando una evaluación tiene por objetivo servir para -utilidad- (Camillioni, 1998) certificar conocimientos es necesario que el alumno los demuestre para poder aprobarlo. Sin olvidar ello y evitando entrar en relativismos exagerados, esta anécdota pone en jaque -una vez más- al examen tradicional como método de evaluación, pero principalmente a nuestra forma de entender el pensamiento científico cuando consideramos que existen respuestas únicas -o algo más complejo aún de evaluar- que existen respuestas de un sólo tipo.
La evaluación debe ser coherente con la forma en la que el docente entiende a la enseñanza y además debe responder -y es en ese contexto en el que podemos determinar su validez- a determinados propósitos.
Camillioni (1998) afirma que: "Si se está de acuerdo con la idea de que, al enseñar, el docente no debe desarrollar una intervención caracterizada por su unidireccionalidad en la que la única voz a escuchar es la del propio docente sino que hay que dar lugar a la voz del alumno, esto es, a la manifestación de su capacidad para pensar y construir significados, del mismo modo en el proceso de evaluación debe encontrar el alumno un lugar para expresar los significados desde su propia perspectiva".
Aquí el alumno no demostró en primera instancia conocimientos de física específicos, pero sin dudas puso en práctica un proceso cognitivo complejo que requería conocimientos previos de la materia, una destacable creatividad, flexibilidad y capacidad de analizar un problema y de hipotetizar. Sucede, probablemente, que la estrategia de evaluación elegida no le permitió demostrar todo ello. En este punto podríamos animarnos a decir que el problema no está en los conocimientos del alumno sino en la consigna de examen cuando no sabe dar cuenta de los conocimientos y de sus procesos cognitivos. Un examen, que por su simpleza -al menos de forma- no pudo dar cuenta de la complejidad del pensamiento.
El dilema que convocó a Calandra a ejercer su rol de árbitro es claro: ¿un alumno debería ser aprobado si su respuesta es correcta pero no demuestra explícitamente conocimientos en determinada asignatura?
Es cierto que cuando una evaluación tiene por objetivo servir para -utilidad- (Camillioni, 1998) certificar conocimientos es necesario que el alumno los demuestre para poder aprobarlo. Sin olvidar ello y evitando entrar en relativismos exagerados, esta anécdota pone en jaque -una vez más- al examen tradicional como método de evaluación, pero principalmente a nuestra forma de entender el pensamiento científico cuando consideramos que existen respuestas únicas -o algo más complejo aún de evaluar- que existen respuestas de un sólo tipo.
La evaluación debe ser coherente con la forma en la que el docente entiende a la enseñanza y además debe responder -y es en ese contexto en el que podemos determinar su validez- a determinados propósitos.
Camillioni (1998) afirma que: "Si se está de acuerdo con la idea de que, al enseñar, el docente no debe desarrollar una intervención caracterizada por su unidireccionalidad en la que la única voz a escuchar es la del propio docente sino que hay que dar lugar a la voz del alumno, esto es, a la manifestación de su capacidad para pensar y construir significados, del mismo modo en el proceso de evaluación debe encontrar el alumno un lugar para expresar los significados desde su propia perspectiva".
Aquí el alumno no demostró en primera instancia conocimientos de física específicos, pero sin dudas puso en práctica un proceso cognitivo complejo que requería conocimientos previos de la materia, una destacable creatividad, flexibilidad y capacidad de analizar un problema y de hipotetizar. Sucede, probablemente, que la estrategia de evaluación elegida no le permitió demostrar todo ello. En este punto podríamos animarnos a decir que el problema no está en los conocimientos del alumno sino en la consigna de examen cuando no sabe dar cuenta de los conocimientos y de sus procesos cognitivos. Un examen, que por su simpleza -al menos de forma- no pudo dar cuenta de la complejidad del pensamiento.
La cuestión del barómetro A, Calandra / Barómetro
Camillioni, Calidad de programas e instrumentos de evaluación.
(1) Murray Gell-Mann. El quark y el jaguar: aventuras en lo simple y lo complejo. Editorial Tusquets, Libros para pensar la Ciencia. Barcelona. 1995
(1) Murray Gell-Mann. El quark y el jaguar: aventuras en lo simple y lo complejo. Editorial Tusquets, Libros para pensar la Ciencia. Barcelona. 1995
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